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Román M.
Román M.
Al fin y al cabo todos estamos hechos del mismo material.
¿Conocéis la analogía que
compara la tierra con una habitación cerrada llena de bloques de lego?
Con ellos se pueden
construir, un día, camiones, casas y castillos, otro puentes, y edificios, y
otro, tal vez, toda una ciudad. Pero, los bloques de lego son siempre los
mismos.
Así es que, en
definitiva, todos formamos parte de todo
y, sólo una secuencia excepcional de suerte biológica, hace que estemos hoy
donde cada uno esté. Yo, por ejemplo, hoy,
aquí, escribiendo esto.
Una desviación mínima en
cualquiera de esos imperativos de la evolución y yo podría estar ahora, por
ejemplo, holgazaneando como una morsa en cualquier litoral pedregoso, y tú
lector…. no sé…. ¿buscando frutos en alguna rama colgado?
Que se lo apunten todos aquellos que se creen
pertenecer a una raza superior, con derecho a dictar los destinos de todo
aquello que los rodea.
Después de todo, hace
mucho que andamos por aquí. Desde aquel protoplasma primigenio, hace unos 4.000
millones de años, hemos pasado de tener
aletas a extremidades, de branquias a pulmones; hemos vivido bajo tierra y en
los árboles; hemos sido tan grandes como un ciervo y tan pequeños como un ratón;
y, por lo que a mi respecta, tengo claro que, desde un tiempo inmemorial, cada
uno de mis antepasados, por ambas ramas, han sido lo suficientemente atractivos
como para hallar una pareja, han estado lo suficientemente sanos para
reproducirse y han sido bendecidos por el destino y las circunstancias como
para vivir el tiempo necesario para hacerlo. Como si su único objetivo vital
fuera entregar una pequeña carga de material genético a la pareja adecuada en
el momento oportuno, para perpetuar la única secuencia posible de combinaciones
hereditarias que pudiese desembocar, casual y asombrosamente en mi.
Una vieja foto de mis
antepasados más directos. Carnaval, allá por los años ’50. Sospecho que ya me barruntaban,
no porque me lo hubieran dicho, lo deduzco por la radiante felicidad de mi madre
y la expresión acojonada de mi padre.
Y después de tan largo
viaje… mira tú por donde… no me gusta el mundo en le que vivo…
Bueno, perdón. El mundo sí.
Hay tantas cosas que de él me asombran.
Esa bola de billar con
manchas, que cuelga sobre mi cabeza en las noches de luna llena como pequeño
anticipo de un inmenso universo, fascinante y maravilloso.
La fina lluvia y la maravilla
cromática de la luz al atravesarla.
La extraordinaria
diversidad en formas y colores de flores e insectos.
Me gusta la luz del sol,
el fresco aire de la mañana en un claro amanecer.
Como dice la canción en este mundo hay muchas montañas de colores
Si…. definitivamente… es mi congénere y la
descomposición de ética y cultura lo que me arruina el paisaje.
La música… siempre… la
música.
Tal vez lo único que me
redime, en parte, con mi semejante.
No hay nadie como tú, Calle 13
No hay nadie como tú, Calle 13
Siempre he querido creer que todo (lo bueno, lo malo) tiene un propósito y al final he llegado a la conclusión que si quito las etiquetas y los juicios, es sólo evolución... en ocasiones a través del sufrimiento, otras a través de la armonía, pero siempre evolución como sucede con todas las especies pues aunque nuestras manifestaciones, tecnología, aparente impacto nos hagan pensar otra cosa, simplemente somos una más entre el resto y lo que hacemos marca nuestro destino obedeciendo a la más estricta ley natural, Y evolucionaremos para llegar a una nueve versión de todo este entramado aunque eso pase por la destrucción y la desaparición de parte del mismo...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarNo sé qué hice, que borré mi comentario jajaja Lo repito.
EliminarDecía que el problema que yo veo, Zena (y no me queda más remedio que estar de acuerdo con Román) es que parece que nos obcecamos -como especie, como sociedad- en que el camino sea la destrucción, incluyendo la nuestra. Y dudo mucho de que como conjunto, estemos aprendiendo algo...